Nubes de un cielo que no cambia
La escritura, ese mar del lenguaje que nos permite descubrir universos, explorar la memoria, imitar nuestro destino, jugar con el tiempo, es también la dadora del carácter cada vez más excesivo con que el espíritu va adquiriendo su propia lectura del mundo, su suerte de evangelio estético entre el bien y el mal, entre la soledad donde se escribe y la época de la cual se es testigo; la escritura se escribe entre la luz y la sombra, es el relámpago que deja su huella sobre el papel en blanco o sobre el paisaje, y vamos poco a poco reconociéndonos en la piel del lenguaje, en los secretos lugares donde nos arrojan las palabras, en la paz interior del hechizo, allí donde siempre deseamos la belleza, donde todos los astros conspiran y se nos permite vislumbrar toda la riqueza del mundo, quizá algo más grande que nuestro asombro.
Estos dos aspectos del lenguaje, la fotografía y el verso, se reúnen ahora para conspirar estéticamente sobre una ciudad que línea a línea, como los trazos espectrales de Munch, va buscando su propia forma en las sombras, en su propio cuarto oscuro. Y es aquí donde el poeta desciende a los bajos fondos de su alma y entrega sus monedas de oro.
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